lunes, 1 de diciembre de 2008

Holden Caulfield.

-A ti no te gusta nada e lo que ocurre en ninguna parte.
Me puse todavía más deprimido cuando me dijo eso.
-Hay cosas que me gustan. ¡Claro que hay cosas que me gustan! ¿Por qué dices eso? ¿Por qué demonios dices eso?
-Porque es verdad. No te gusta ningún colegio. Hay "millones" de cosas que no te gustan.
-No es cierto. Estás equivocada. Estás completamente equivocada. ¿Por qué demonios me dices eso? -le dije. Cómo me estaba deprimiendo.
-Porque es la pura verdad. A ver, ¿nómbrame una cosa?
-¿Una cosa? ¿Una cosa que me guste? Está bien.
Lo malo era que no podía concentrarme mucho. A veces resulta casi imposible concentrarse.
-¿Quieres decir una cosa que me guste mucho? -le pregunté.
Sin embargo, no me contestó. Me miraba desde el otro lado de la cama. Estaba como a mil kilómetros de distancia.
-Vamos, contéstame -le dije-. ¿te refieres a una cosa que me guste mucho o que simplemente me guste?
-Que te guste mucho.
-Bueno -dije.
Pero lo malo era que no podía concnetrarme. En lo único que conseguía pensar era en aquellas dos pobres monjas que andaban por ahí recolectando fondos en una vieja y destrozada canastita de mimbre. Especialmente en la de los anteojos con montura de hierro. Y en un muchacho que conocí en Elkton Hills. En Elkton Hills había un muchacho llamado James Castle, que no quiso retirar algo que dijo de Pill Stabile, un compañero muy engreído. James Castle lo llamó una vez un tipo muy engreído y uno de los soplones amigos de Stabile se lo contó a éste. Entonces Stabile, y otros seis sucios degenerados, se metieron en el cuarto de James Castel, cerraron la puerta con llave y trataron de hacerle retirar sus palabras, pero no lo lograron. De modo que cayeron sobre él. Ni siquiera voy a decirte lo que le hicieron, porque es demasiado repulsivo, pero Castle no aflojó (...). Por fin, en vez de retirar las palabras que había dicho, slató por la ventana. Yo estaba en la ducha y alcancé a oír el ruido sordo que hizo al golpear contra el suelo. Pero creí que habría caído cualquier cosa por la ventana, un aparato de radio, un escritorio o algo semejante, nunca un muchacho. Luego oí carreras en el pasillo y la escalera (...) y bajé también, y allí estaba tendido James Castle sobre los escalones de piedra. Estaba muerto (...).
Sin embargo, eso era en todo lo que podía pensar. En las dos monjas que encontré tomando el desayuno , y en James Castle, el chico que conocí en Elkton Hills. Y lo más curioso es que, a decir verdad, apenas sí conocía a James Castle.


J.D. Salinger: El guardián en el centeno, páginas 169 y 170.


Cómo amo ese libro (L) No sé porqué ese fragmento, simplemente lo encuentro interesante.

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